Como si oyese música en el último disco de Fito Páez: ‘Construcción’ en Canciones para Aliens.
No es fácil
escuchar hoy a Fito Páez si el primer álbum musical del que uno tiene memoria
en la vida es ‘El amor después del amor’. Menos contando que, junto con Serú
Girán, Spinetta y otros jóvenes destacados, fue también con los primeros seis
discos de Páez (esos que podían contener, en “segunda línea” de difusión, Carabelas
nada, Tatuaje falso, Alguna vez voy a ser libre, Dejaste ver tu corazón, Fuga
en tabú, Canción sobre canción…) que la década del ’80 desarrolló los músculos
del cuerpo que hoy trata de escucharlo (cuerpo de alguien que, cuando nació, sonaba
nuevo en la radio ‘Instan-táneas’).
Por lo cual
encontrar un disco que de pe a pa
(del latín ‘de pe a pa’) el común de la gente llamaría “esuchable” de parte de
este señor merece cierta consideración.
Paréntesis.
No se va a entrar aquí en la disquisición sobre las joyas ocultas entre la
porquería en discos como ‘Rodolfo’, ‘Rey sol’ o ‘El mundo cabe en una canción’.
Las hay, disfrutémoslas en silencio. Y punto. Fin de paréntesis.
“Canciones
para aliens” propone algo que Páez viene haciendo, esperable en una persona
cuyo árbol de melodías va quedando seco y ya sólo da vestigios mohosos de la
carnosidad turgente y roja de antaño: el cover. Cover, palabra horrible para “versión”, que junto con break, locker, drink va
sodomizando lenta e inexorablemente nuestro rioplatense.
De
inmediato resuenan las palabras del local Alfredo Di Florio, figura perenne a la Rock and Pop Beach: “Mar del Plata es una ciudad
llena de bandas de covers”. Pero este
cronista disiente, y se propone explicar por qué (en un ejercicio que puede
hacer un niño de no mucho más que cuatro o cinco años) escuchando el disco de
Páez. O ciertos temas del disco de Páez. Poniendo oído a uno y otro fenómeno
concluimos rápidamente: una versión
de un tema es lo que hace Páez con, por ejemplo, ‘Las dos caras del amor’ o
‘Construcción’. Y Mar del Plata es una ciudad de imitadores.
En Canciones para Aliens Páez hace muchas cosas,
que en promedio le salen muy bien. Enfatiza sus puntos fuertes y maquilla los
flacos. Hace justicia a la versión Bowie-Jagger de “Dancing in the street” en
dueto con Juanse, a quien dada la naturaleza ochento-pop del tema sólo habrá
conseguido porque junto al camaleón cantaba (y bailaba, no nos olvidemos de que
bailaba) el líder de los Stones, y si lo hizo Jagger cómo no lo va a hacer
Pomelo. “Rata de dos patas”, infaltable ranchera para sacarse la rabia
virulenta en cualquier parranda de 2012, añade a teclados e influjos
orquestales casi de música incidental a la larga diatriba que es la simpática
letra de Toscano. “Las dos caras del amor” pasa a segunda voz lo que era una
plegaria en primera. Sería imposible pedir (-le a Paez) que se atenga con rigor
a los ceñidos espacios de la métrica en la que la proporción casi monosilábica
del inglés dice tanto y tan cómodamente (de todos modos, como con los Beatles, este
cronista piensa que si tradujéramos íntegra esa letra -y otras- al castellano
terminaríamos acurrucados escuchando Muchacha, Eiti Leda y nada más). Sólo se
objetaría a la versión la forzada línea ‘verás el amor’, que aparte de sonar
barata y querer emular –rústicamente- el sonido final de ‘somebody to love’, no
rima y cae en el vacío. Por demás, la libertad del enfoque la hace
suficientemente nueva para no suscitar comparaciones que la precipitarían hacia una nada inicua. Su punto alto acaso
sea Páez haciendo el cerrado eslalon vocal final cuesta abajo que Mercury sortea
favorecido del hecho de tener la voz que tendría dios si bajara a la tierra y cantara
rock-pop de los 70-80. “Te recuerdo Amanda” merece una advertencia para
quien no lo conozca; es la única oportunidad en que Páez tiene de bajar un
corazón de un piedrazo, y lo hace. Con su voz en reconstitución por estas
décadas, que parece necesitar una troupe de arquitectos para que se mantenga
dentro de la tonalidad y no se convierta en una impretendida composición de
Elsa Justel –derrape que felizmente aquí no ocurre-, logra que la ejecución medida
dé una contundencia de peso inesperado a la letra y el piano incesante.
Basta.
Construcción, de Chico Buarque, por Fito Páez.
Páez y
Sujatovich cambian disonancia descendente por potencia, socialismo coral por
armonía arrabalera, guitarra mareada de bossa por línea de piano de herencia
garciana al modo Tráfico por Katmandú / Led Zeppelin. Tomando ciertas melodías
del original, bajan el tempo y le dan un color fusionado en tanguero rioplatense.
Resuena Piazzolla y Buenos Aires Hora Cero, con cuerdas y vientos fuertes de
ecos de adagio sinfónico.
La letra,
en versión de Daniel Viglietti, constituye el retrato de un obrero suicidado en
clave de crónica monótona, con tintes de mirada extrañada por la lejanía del
transeúnte desde la vereda. El acecho desde el inicio de las cuerdas graves
evoca un travelling lateral perentorio. Su juego esencial es la naturaleza
cíclica y variativa de las construcciones. Historia repetida, repetitiva de la
rutina que lo conduce a la caída. Historia de las microhistorias mínimas al
descenso, juego de modificadores en juego de conmutación estática.
Una versión
de la variación ilumina la otra, las palabras se tocan poco a poco como un
caleidoscopio donde las puntas se desprenden unas de otras y hallan espacio y
sentido en contacto. Y los pelos se erizan lentamente cuando la figura del
obrero se dibuja de la mano de los modificadores que se repiten y transmutan,
embebiendo de alcohol, flacidez, delirio, liviandad y muerte su caída al vacío
indiferente de la calle. A
contramano entorpeciendo el sábado.
La
variación juega con la acumulación intensificando las líneas del cuadro, donde
no hay descripciones insulsas o desprovistas de peso, porque cada atributo está
signado de la gravedad que estrella al obrero en el pavimento. A contramano entorpeciendo el tránsito.
Por otra
parte, lo que en la original de Buarque es un tropel de vientos y voces en
ascenso desprendidos de la tónica de la guitarra con una búsqueda ligeramente
volcada hacia lo acumulativo y disonante, Páez/Sujatovich trasmuta lo urbano
típico brasilero en porteño (incluídos el “cri-cri” y toda la caterva de
ruiditos que Astor explotaba en los ejecutantes y el uso “no convencional” al
tango de los instrumentos). Las cuerdas parecen ser el pasaje al momento
“Kashmir” de la canción, donde se desnuda la vocación rock de sus versionantes
y la muerte toma forma de música que rememora a ‘Ciudad de pobres corazones’.
Páez decía,
en una vieja entrevista previa a Giros
(1985), hablando de cuál era la identidad musical argentina que él veía
plasmada en su trabajo, ‘somos una mezcla concreta de muchas culturas, o sea,
el mundo arjo, la berretada… y la cosa linda como el Cuchi, el Chango, el
folklore, los trovadores, la milonga del sur, el candombe, y la cosa de afuera…’.
En momentos donde la música de hoy parece no negar sino desconocer el bagaje
latinoamericano profundo (los viejos viejos), se hace agua en un presente que
no hace pie en el pasado. Hermosa y necesaria operación anacrónica la de las
mejores versiones de este disco, Construcción entre ellas.